TODO TIENE UNA MEDIDA
Hay una distancia sagrada que mantener para que las personas y las cosas sigan siendo plenamente lo que son, sin que nuestra voracidad las engulla.
Cuentan los más viejos del lugar que el meditabundo Aristóteles no estaba satisfecho. No podía estarlo.
Todas las mañanas salía a la puerta de su casa con una manta y se sentaba en el suelo rodeado de cosas diversas: una garrafa de agua, un pellejo rebosante de buen vino, una alcuza de aceite brillante y espeso, una pizca de sal, una madeja de lana, media fanega de dorado trigo, un puñado de ceniza…
Cuanto más las observaba, más
desorientado se sentía. “Todo tiene una medida, todo”, se repetía sin cesar, “¿por qué yo no? ¿Por qué no sé respetar la medida serena de las cosas?”
Le entusiasmaba tanto la vida y cada detalle de todo lo que encontraba que, intentando apurarlo todo sin perderse nada, estaba estropeando, sin embargo, la distancia con que disfrutarlas. Se daba cuenta de que no todo tenía que estar en función de él mismo, de que ciertas cosas en una medida razonable están mucho mejor que abusar de ellas agotándolas (una copa no está mal, pero cien son coma etílico… interesarte por otros está bien, pero invadir su intimidad no, apoyarte en los amigos es fundamental, pero no ser capaz de estar solo es un drama…).
“¿Será que soy incapaz de medir y valorar, de poner criterio, de frenar y no abusar de todo?”
Empezaba a barruntar que agotar la fuente que nos quita la sed es pan para hoy y hambre dura para mañana. Que hay una distancia sagrada que mantener para que las personas y las cosas sigan siendo plenamente lo que son, sin que nuestra voracidad las engulla. ¡Qué difícil mantenerse en el punto medio! Pero, ¡qué liberador! Se envolvió en la manta y se rebulló en ella contemplando lo que le rodeaba con ojos nuevos. Ya no había ansiedad. Se había puesto en camino hacia la plenitud respetuosa y madura.
Autor: Carlos del Valle Sj.
Fuente: Pastoral juvenil y universitaria de los jesuitas de Castilla, España
Cuentan los más viejos del lugar que el meditabundo Aristóteles no estaba satisfecho. No podía estarlo.
Todas las mañanas salía a la puerta de su casa con una manta y se sentaba en el suelo rodeado de cosas diversas: una garrafa de agua, un pellejo rebosante de buen vino, una alcuza de aceite brillante y espeso, una pizca de sal, una madeja de lana, media fanega de dorado trigo, un puñado de ceniza…
Cuanto más las observaba, más
desorientado se sentía. “Todo tiene una medida, todo”, se repetía sin cesar, “¿por qué yo no? ¿Por qué no sé respetar la medida serena de las cosas?”
Le entusiasmaba tanto la vida y cada detalle de todo lo que encontraba que, intentando apurarlo todo sin perderse nada, estaba estropeando, sin embargo, la distancia con que disfrutarlas. Se daba cuenta de que no todo tenía que estar en función de él mismo, de que ciertas cosas en una medida razonable están mucho mejor que abusar de ellas agotándolas (una copa no está mal, pero cien son coma etílico… interesarte por otros está bien, pero invadir su intimidad no, apoyarte en los amigos es fundamental, pero no ser capaz de estar solo es un drama…).
“¿Será que soy incapaz de medir y valorar, de poner criterio, de frenar y no abusar de todo?”
Empezaba a barruntar que agotar la fuente que nos quita la sed es pan para hoy y hambre dura para mañana. Que hay una distancia sagrada que mantener para que las personas y las cosas sigan siendo plenamente lo que son, sin que nuestra voracidad las engulla. ¡Qué difícil mantenerse en el punto medio! Pero, ¡qué liberador! Se envolvió en la manta y se rebulló en ella contemplando lo que le rodeaba con ojos nuevos. Ya no había ansiedad. Se había puesto en camino hacia la plenitud respetuosa y madura.
Autor: Carlos del Valle Sj.
Fuente: Pastoral juvenil y universitaria de los jesuitas de Castilla, España
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